Payasa, 2025
Fotografía digital, toma directa Edición: 1 de 3 + 1 P.A.
80 x 52 cm.
Colección de la artista

2

Sin título, de la serie Valdría más ser parte del barro, 2025
Fotografía digital, toma directa
Parte de obra bifaz. Edición: 1 de 3 + 1 P.A.
110 x 72 cm.
Colección de la artista

3

Manito, del tríptico Manos portamanos, 2025
Fotografía digital, toma directa
Edición: 1 de 3 + 1 P.A.
100 x 67 cm. Colección de la artista

Malena Pizani .Valdría mas ser parte del barro

Sofia Dourron

Valdría mas ser parte del barro 

Curaduría: Sofia Dourron 

Valdría más ser parte del barro
Por Sofía Dourron

Los equilibristas se bambolean sobre una cuerda floja. Ese es su destino: flotar en el aire aferrándose a la vida con las plantas de los pies. Caminan más o menos firmes, sin mirar atrás, sin dudar, en una única dirección. Aunque en realidad poco importa hacia dónde vayan. En el fondo, más que el destino, importa el trayecto. Porque una vez que cruzan el abismo y llegan al final de la cuerda, pierden necesariamente su condición de equilibristas. Dejan atrás su ser arriesgado, frágil y poroso, siempre a punto de salir volando, para devenir en cambio entidades más pulcras y acabadas, menos flotantes y más pétreas.

Para Nietzsche, el acto de balancearse sobre una cuerda representa el riesgo y la transición: la creación de uno mismo. Su figura encarna tanto la esperanza del devenir como el peligro de caer al vacío. Es la imagen de un avanzar temerario hacia la forma ideal y la afirmación de la existencia. Pero también podemos pensar, un poco antes en el tiempo y el espacio, el funambulismo no como un tránsito hacia algo, sino como un estado de tránsito permanente: un estar con los pies siempre en el aire, sin saber ni necesitar saber a dónde vamos.

La obra de Malena Pizani, como la de una equilibrista a tiempo completo, nunca toca tierra firme. A lo largo de los años, su hacer constante entre la fotografía y la manualidad, entre el tecnicismo y el escuelismo, ha gestado una pequeña comunidad de personajes etéreos, borrosos e incaracterizables: siempre elusivos, de múltiples rostros, capaces de encarnar gestos, emociones y hasta traducciones contemporáneas de antiguos humores hipocráticos. En términos clásicos, serían seres tan flemáticos como sanguíneos. Y es, precisamente, en la búsqueda del equilibrio entre esos humores —o más bien en el devenir de los afectos— donde se activa el movimiento que configura sus doppelgängers: gestos espejados o anidados como cajas chinas, llenos de contradicciones que dan lugar a la experiencia humana del mundo.

En este nuevo teatro —que es a la vez telón, titiritero y maestro de ceremonias—, y que organiza esta exposición, Malena vuelve a poner en escena el barro de la condición humana y el bamboleo que provocan las emociones que lo habitan. Emociones grandes: los miedos colosales, como el miedo a la muerte, y las pasiones más ardientes. Pero también participan de la escena otras más pequeñas, un poco tímidas: pasiones menores, por llamarlas de alguna manera. Alegrías mínimas, temores diminutos, incomodidades generales, amores infantiles, deseos murmurados. Soplos emocionales que, a pesar de su pequeñez, nos empujan hacia uno u otro lado de la cuerda y amenazan con arrojarnos al vacío abismal que nos espera allá abajo.

Alrededor del teatro/retablo blando, Malena compone una serie de escenas que se diseminan en el espacio y se constelan en torno al dios manipulador. Los personajes y los afectos recorren la sala, rebotan de una esquina a otra, asumiendo distintas corporalidades y materialidades: rostros lanudos, figuras de cera coloreada, volados de papel crepé amarronado, guirnaldas de telas beige-rosadas, dibujos trazados con cordeles, moños y escarapelas. Los materiales suaves y un poco frágiles que Malena manipula con tanto cuidado en el taller son aquí vehículos —o, mejor dicho, cuerpos— para una multiplicidad de estados del ser y sus transformaciones.

Sus movimientos trazan recorridos posibles, a menudo dialécticos y zigzagueantes, para pensar las intensidades de los afectos: sus modulaciones y resonancias, sus tensiones y colisiones. En su fragilidad material, estos trayectos manifiestan no solo la potencia enigmática de lo blando, sino también la forma en que los afectos moldean tanto la experiencia individual del mundo como la configuración del tejido social y político, las interacciones amorosas y las batallas más cruentas.

De este pequeño teatro de emociones grandes y chiquitas, sin embargo, emerge el deseo como una fuerza impulsora que moviliza a personajes y materiales, y que nos empuja a perseverar en el mundo a pesar de todo, y sin necesidad de fijar un destino final. Una potencia invisible que mantiene en movimiento constante una existencia barrosa, un poco confusa y profundamente vital.